Por Fernando Wang

15 de agosto de 2025. Madrid, España – Hace cincuenta años, cuando empezaron a hablarse las primeras leyes para proteger el medio ambiente, todavía era posible nadar en ríos que hoy serían impensables para un baño, escuchar cantos de aves que han desaparecido o caminar por bosques que ahora son zonas urbanizadas. El derecho ambiental nació con la esperanza de frenar el deterioro y garantizar que las generaciones futuras heredaran un planeta habitable.

Desde entonces, esta rama jurídica ha crecido, se ha especializado y ha ganado un lugar en las agendas políticas. Sin embargo, hoy se enfrenta a un desafío mayúsculo: pasar de ser un marco bien intencionado a convertirse en una herramienta efectiva para detener la crisis ambiental.

Un idioma común para defender el planeta

Uno de los desafíos más urgentes es que el Derecho Ambiental sea un lenguaje común para todos los países. Actualmente, la protección de ecosistemas críticos, como los humedales, varía enormemente según la jurisdicción.

En Costa Rica, la Ley de Conservación de Vida Silvestre protege humedales como el Refugio Nacional Caño Negro, prohibiendo su alteración sin autorizaciones estrictas. En Sudáfrica, la legislación permite la conversión de humedales para uso agrícola si se justifica un “interés de desarrollo” y se aplican medidas compensatorias. En Francia, la parque nacional de la Camargue está amparada por la Convención Ramsar, pero en la práctica se han aprobado proyectos turísticos que alteran su equilibrio natural.

Justicia ambiental que abre camino

En Colombia, la Sentencia T-622 de 2016 de la Corte Constitucional reconoció al Río Atrato como sujeto de Derechos, tras una acción de tutela presentada por organizaciones étnicas de la cuenca junto con el Centro de Estudios para la Justicia Social “Tierra Digna”. La Corte ordenó al Estado colombiano proteger, conservar y restaurar el río, estableciendo “guardianes” del Atrato, designados por las comunidades y el Gobierno.

Las diferencias también se reflejan en la jurisprudencia. El Caso de la Laguna del Mar Menor (España) culminó en septiembre de 2022 con la aprobación de la Ley 19/2022 del Parlamento español, que reconoció por primera vez en Europa a una laguna como sujeto de Derechos. La iniciativa fue impulsada por una Iniciativa Legislativa Popular respaldada por más de 600.000 firmas.

En Ecuador, la Consulta Popular de agosto de 2023 y el fallo previo de la Corte Constitucional en 2021 paralizaron proyectos de extracción petrolera en el Parque Nacional Yasuní, al considerar que vulneraban los Derechos de la naturaleza reconocidos en la Constitución de 2008. Este fue un caso paradigmático donde la participación ciudadana y la jurisprudencia convergieron.

En contraste, el Caso Belo Monte (Brasil), relacionado con la construcción de una de las mayores hidroeléctricas del mundo, muestra el lado débil de la aplicación de la ley. Pese a múltiples demandas y advertencias de impactos ambientales y sociales —incluida la reducción drástica del caudal del Río Xingú y el desplazamiento de comunidades indígenas—, el Supremo Tribunal Federal autorizó el proyecto en 2011, alegando interés nacional.

Las agendas que dejamos atrás

En 1992, la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro marcó un antes y un después al reconocer que la pobreza y la degradación ambiental son dos caras de la misma moneda. La idea era tan evidente como urgente: no se puede pedir a una familia que preserve un bosque si necesita talar árboles para vender leña y pagar la comida; ni a un agricultor sin acceso a créditos o ayudas técnicas que conserve un humedal cuando cree que drenar ese terreno y sembrar un monocultivo es la única manera de salir adelante.

Con el paso de los años, la globalización económica relegó esa visión integradora. Las políticas públicas se volcaron en hacer crecer el Producto Interior Bruto (PIB) como si fuera el único termómetro del progreso, sin importar el coste real. Así, seguimos celebrando como “crecimiento” actividades que agotan acuíferos, destruyen humedales o contaminan el aire. El ejemplo es tan paradójico como real: cuando una gran ciudad sufre un episodio grave de contaminación del aire (por ejemplo, una nube de smog prolongada como la que afectó a Madrid en 2015 o a Londres en 1952), aumentan las enfermedades respiratorias y cardiovasculares: más ingresos hospitalarios, más consultas médicas, más medicamentos.

Todo eso implica más gasto sanitario: el sistema público debe destinar más recursos a atender a los pacientes, y las familias gastan más en farmacias o consultas privadas. Desde el punto de vista del PIB —que mide la suma del valor monetario de todos los bienes y servicios producidos—, ese gasto cuenta como actividad económica positiva, porque son servicios que se han prestado y facturado.

La paradoja es que, aunque el PIB suba, el bienestar real de la población baja, porque ese “crecimiento” se ha generado a costa de un deterioro de la salud. Es como si consideráramos positivo para la economía que hubiera más accidentes de tráfico, porque generan empleo y facturación en hospitales, talleres mecánicos y aseguradoras… aunque obviamente es un problema social y humano.

Existen, sin embargo, otros indicadores capaces de medir el desarrollo de forma más honesta. Herramientas como el Índice de Progreso Genuino (GPI), que descuenta del crecimiento económico los daños ambientales y sociales, o el Índice Planeta Vivo, que refleja el estado de la biodiversidad global, podrían servir de brújula para que el derecho ambiental impulse políticas coherentes. Porque de poco sirve sumar riqueza monetaria si las generaciones futuras heredan un planeta exhausto, con ríos secos, suelos estériles y bosques reducidos a un recuerdo.

El puente que necesitamos

El Derecho Ambiental puede y debe ser el gran puente que conecte a gobiernos, empresas, comunidades, científicos y ciudadanía. Un puente sólido, no decorativo. Y un puente no se construye con declaraciones inspiradoras que se diluyen en el aire, sino con cimientos firmes: leyes claras, políticas coherentes y, sobre todo, la voluntad real de aplicarlas sin excepciones ni favoritismos.

Pero, más allá de los tecnicismos, hablamos de algo profundamente humano. Ese puente es la garantía de que un niño pueda seguir pescando en el mismo río donde su abuelo lanzaba la caña hace décadas, sin temer que el agua esté contaminada. Es lo que permite que una comunidad entera pueda beber de su pozo sin miedo a que el agua sea un veneno invisible. Es la posibilidad de caminar por un bosque y escuchar, entre el frescor de la mañana, el canto múltiple de las aves, en lugar de un silencio roto solo por el ruido de una motosierra.

La civilización es ecológica o no será civilización. Y esa decisión no se toma únicamente en grandes cumbres internacionales ni en discursos solemnes ante cámaras. Se toma, día a día, en cada ley que se redacta, en cada reglamento que se aprueba, en cada licencia que se concede o se deniega, y en cada metro cuadrado de territorio que decidimos proteger… o sacrificar.

El verdadero puente que necesitamos no es solo jurídico: es también ético, cultural y emocional. Un puente que no se cruza en solitario, sino juntos, como sociedad, para garantizar que el legado que recibimos no sea una carga, sino un regalo.

Referencia: González Ballar R. Algunos nuevos retos del derecho ambiental en el siglo XXI. Rev Juris [Internet]. 2014 [citado 2025 ago 15];(10):15-23. Disponible en: https://www.revistas.una.ac.cr/index.php/juris/article/view/22615


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