Por Irene Villa y Fernando Wang
1 de Agosto de 2025. Madrid, España – Vivimos más. Vivimos mejor. Al menos eso indican los datos globales: la esperanza de vida ha aumentado, la mortalidad infantil ha caído de manera sostenida, el acceso a alimentos y servicios básicos se ha ampliado a millones de personas. En apenas unas décadas, la humanidad ha logrado avances que generaciones anteriores apenas habrían podido imaginar. Sin embargo, este progreso tiene un coste. Uno elevado. Y lo estamos pagando con aquello que no tiene reemplazo: los ecosistemas que sostienen la vida en la Tierra.
El mundo se enfrenta hoy a una contradicción inquietante. Una paradoja tan evidente como incómoda: mientras los indicadores de salud humana han mejorado de manera notable, los sistemas naturales que hacen posible ese bienestar están deteriorándose a un ritmo sin precedentes. La pregunta, entonces, no es si esta paradoja existe —pues los datos la confirman—, sino cuánto tiempo puede sostenerse esta dualidad antes de que sus consecuencias se hagan imposibles de revertir.
Los servicios que la naturaleza ofrece —y que damos por sentados
A menudo olvidamos que todo lo que sustenta nuestras sociedades modernas —desde el agua potable hasta la comida que llega a la mesa, pasando por la estabilidad climática y el aire limpio— no surge del azar ni de la tecnología, sino de la naturaleza. Los ecosistemas brindan lo que la ciencia denomina servicios ecosistémicos: beneficios fundamentales para la vida humana.
Estos servicios se agrupan en cuatro categorías: los de abastecimiento, como alimentos, agua, madera o medicamentos; los de regulación, que mantienen el clima, filtran contaminantes y controlan inundaciones; los culturales, que ofrecen valor espiritual y recreativo; y los de soporte, que permiten que los otros funcionen —como la formación de suelos o la biodiversidad. Sin ellos, no hay sociedad posible. Y, sin embargo, estamos agotando sus capacidades a cambio de un progreso inmediato.
La cara luminosa: una humanidad más longeva y conectada
Desde mediados del siglo XX, el progreso humano ha sido extraordinario. La esperanza de vida global, que rondaba los 47 años en 1950, alcanzaba ya los 69 años entre 2005 y 2010, y continúa en ascenso. Las tasas de mortalidad infantil se han desplomado. En paralelo, la pobreza extrema ha disminuido, incluso en contextos de rápido crecimiento poblacional. Avances en medicina, nutrición, educación y acceso a tecnologías han sido cruciales.
Esta mejora no es abstracta: se traduce en vidas salvadas, infancias con mejores oportunidades, y comunidades con mayores niveles de bienestar. Es, sin duda, un motivo de orgullo colectivo. Pero también una alerta, porque buena parte de este bienestar ha sido construido a expensas de los ecosistemas.
La otra cara: un sistema natural que se descompone
Si el siglo XX fue el siglo del desarrollo humano, también fue el siglo del colapso ambiental. El crecimiento agrícola, urbano e industrial ha transformado más de un tercio de la tierra fértil del planeta en cultivos y pastizales. Cada año, los humanos consumimos aproximadamente la mitad del agua dulce accesible del mundo. Más del 60% de los ríos han sido represados o alterados. La pesca industrial ha llevado al límite al 90% de las poblaciones marinas explotadas. Desde el año 2000, hemos perdido entre dos y tres millones de kilómetros cuadrados de bosque primario.
La huella humana está presente en todos los rincones del planeta. Y esa huella es cada vez más profunda. El cambio climático, impulsado por concentraciones récord de gases de efecto invernadero, no solo afecta al equilibrio ecológico, sino que amenaza la estabilidad sanitaria, alimentaria y geopolítica del mundo.
La Organización Mundial de la Salud ha estimado que cerca del 25% de las enfermedades globales están relacionadas con factores ambientales modificables. En otras palabras, estamos enfermando un planeta del que dependemos para vivir sanos.
¿Cómo explicar esta paradoja?
La ciencia ha formulado distintas hipótesis para explicar cómo es posible que mejore nuestra salud mientras el planeta se degrada.
La primera hipótesis sugiere que los beneficios inmediatos obtenidos de la intensificación de los servicios de abastecimiento —como la agricultura industrial— superan, por ahora, los costes del deterioro de otros servicios. Es decir, vivimos mejor gracias a una producción masiva de alimentos y recursos, aunque a largo plazo ese modelo se vuelva insostenible.
La segunda hipótesis apuesta por la tecnología: los avances científicos nos habrían permitido independizarnos —al menos en parte— de los ecosistemas. Plantas desalinizadoras, fertilizantes sintéticos, energía fósil, sistemas sanitarios complejos… todo ello crea una sensación de seguridad que disimula la dependencia real que aún tenemos de los recursos naturales.
La tercera hipótesis plantea un desfase temporal: las consecuencias de la degradación ambiental aún no se han manifestado plenamente sobre la salud humana, pero lo harán, y lo harán con fuerza. Estaríamos, según esta visión, en un período de latencia, una calma aparente que precede a un punto de inflexión.
Lo más probable, según el consenso actual, es que las tres hipótesis sean parcialmente ciertas. Hemos obtenido beneficios inmediatos, hemos desarrollado tecnología paliativa y, al mismo tiempo, aún no hemos enfrentado lo peor de la crisis ecológica.
¿Qué puede venir después?
Si esta tendencia continúa, el futuro no será una línea recta de progreso, sino una curva descendente con consecuencias profundas. La pérdida de biodiversidad, la salinización de suelos, la desertificación, la acidificación de los océanos y la desaparición de hábitats vitales —como los arrecifes de coral— están reduciendo la capacidad de los ecosistemas para regenerarse.
Este colapso ya no es una hipótesis. Está ocurriendo. La disminución de la productividad agrícola, el aumento de enfermedades respiratorias por la contaminación del aire, y los desplazamientos humanos provocados por eventos climáticos extremos son señales claras de que el sistema se está desestabilizando. A esto se suman posibles conflictos por el acceso a agua, alimentos y materiales críticos, en un mundo donde los recursos son finitos.
Más allá de lo físico, el deterioro ambiental también tiene un impacto psicológico. La pérdida de conexión con la naturaleza, conocida como «déficit de naturaleza», afecta la salud mental, especialmente en contextos urbanos. Vivimos más años, pero ¿los vivimos mejor si estamos desconectados de nuestro entorno natural?
Repensar el progreso
La paradoja del bienestar humano en un planeta en crisis nos obliga a repensar qué entendemos por progreso. No se trata de renunciar a los logros alcanzados, sino de reconocer que ese bienestar no puede sostenerse si sigue sustentado sobre la sobreexplotación de los recursos naturales.
Necesitamos una nueva narrativa de desarrollo. Una que incluya la restauración de los ecosistemas como condición para la salud humana. Una que priorice la regeneración por encima del crecimiento sin límites. Una que entienda que la tecnología no puede seguir supliendo indefinidamente los servicios que solo la naturaleza sabe ofrecer de forma sostenible.
El momento de actuar
El momento de actuar no es en 2030, ni en 2050. Es ahora. La ciencia ya ha hecho su parte: ha mostrado los datos, ha revelado las tendencias, ha explicado las consecuencias. Lo que falta es voluntad política, conciencia ciudadana y, sobre todo, un cambio de mentalidad.
No hay bienestar duradero sin un planeta habitable. La salud humana no puede entenderse al margen de la salud planetaria. Reconocer esta verdad incómoda no es una derrota, sino el primer paso hacia una forma más justa, equilibrada y duradera de habitar el mundo.
La paradoja está sobre la mesa. La elección también. El futuro depende de cuál decidamos asumir.
Fuentes:
FOLADORI G, Paradojas de la sustentabilidad: ecológica versus social. Trayectorias [Internet]. 2007;IX(24):20-30. Recuperado de: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=60715115004
Haines, A., & Frumkin, H. (2021). Planetary Health: Safeguarding Human Health and the Environment in the Anthropocene. Cambridge: Cambridge University Press. Doi:10.1017/9781108698054
Untangling the Environmentalist’s Paradox: Why Is Human Well-being Increasing as Ecosystem Services Degrade? Ciara Raudsepp-Hearne, Garry D. Peterson, Maria Tengö, Elena M. Bennett, Tim Holland, Karina Benessaiah, Graham K. MacDonald, Laura Pfeifer BioScience, Volume 60, Issue 8, September 2010, Pages 576–589, https://doi.org/10.1525/bio.2010.60.8.4.





