Esther Tobarra | País de Gales, Reino Unido.
En la última década, el debate sobre los modelos de economía planetaria ha puesto el foco en uno de los actores más influyentes y menos regulados: el sistema agroalimentario global. Responsable directo del 37% de las emisiones globales de metano, la industria alimentaria es, paradójicamente, uno de los pilares de la crisis climática que amenaza el equilibrio ecológico y la salud pública del planeta .
El metano, potente gas de efecto invernadero, se ha convertido en protagonista involuntario de la narrativa climática. A menudo, el ganado bovino es señalado como principal culpable, pero esta explicación superficial ignora la raíz estructural del problema: un modelo agroindustrial intensivo, basado en monocultivos, ganadería a gran escala y sistemas de producción diseñados para maximizar beneficios, no para proteger el medio ambiente.
La industria, lejos de cuestionar su funcionamiento, busca soluciones técnicas que le permitan mantener el statu quo. Entre ellas, el desarrollo de vacunas para modificar la flora intestinal de los rumiantes, o la cría selectiva de animales con menor capacidad metanógena. Sin embargo, estas estrategias evitan enfrentar la verdadera cuestión: ¿es sostenible un modelo que destina un tercio del suelo terrestre no helado ni desértico a la agroindustria, desperdicia el 30% de los alimentos que produce, y ha eliminado el 75% de la diversidad genética de los cultivos en el último siglo?.
Esta pérdida, conocida como “erosión genética”, es irreversible y representa una amenaza directa para la seguridad alimentaria global. Hoy, nuestra dieta depende mayoritariamente de cuatro variedades de cultivos homogéneos, altamente vulnerables a plagas, enfermedades o fenómenos climáticos extremos. Además, el 87% de los recursos fitogenéticos utilizados en el África subsahariana provienen del exterior, perpetuando una dependencia estructural y socavando la soberanía alimentaria de la región.
Mientras tanto, unas pocas corporaciones controlan el 73% del mercado mundial de semillas y fertilizantes, facturando alrededor del 10% del PIB global. Estas empresas operan bajo un modelo que algunos expertos no dudan en calificar de “biopiratería”. A través de la expansión de monocultivos intensivos, no solo contribuyen a la degradación ambiental y el agotamiento de recursos naturales, sino que también profundizan desigualdades sociales y sanitarias.
La paradoja es cruda: producimos más alimentos que nunca, pero millones de personas siguen pasando hambre. En contrapartida, el hemisferio norte sufre una malnutrición basada en dietas hipercalóricas, pobres en micronutrientes y asociadas a enfermedades crónicas no transmisibles.
Pese al sombrío panorama, hay una oportunidad. La evidencia científica es clara: el actual modelo agroalimentario es insostenible. Y eso significa que también es transformable. Reformar nuestros sistemas de producción, distribución y consumo puede convertirse en una de las estrategias más eficaces para frenar el cambio climático y restaurar la equidad global. Mientras tanto, la política y la economía deberían, al igual que la ciencia, responder con datos, ética y compromiso.
Frente a la disyuntiva, cabe preguntarse: si somos lo que comemos… ¿estamos dispuestos a seguir siendo cambio climático?





