Fernando Wang | Marsella, Francia.
La paradoja del progreso: más salud, menos planeta
Vivimos en una era sin precedentes para la salud humana. La esperanza de vida global ha aumentado de manera exponencial: hace apenas siete décadas, rondaba los 50 años, mientras que hoy supera los 80 en muchas regiones del mundo. La mortalidad infantil se ha reducido drásticamente: de 93 muertes por cada 1.000 nacidos vivos en la década de 1990, a solo 38 en 2021. La extrema pobreza también ha disminuido de manera significativa: en los últimos 30 años, cerca de 700 millones de personas han salido de esta situación, incluso con un crecimiento poblacional de más de 2.000 millones de habitantes en países en desarrollo.
Estos avances han sido posibles gracias al desarrollo de sistemas sanitarios más sólidos, mejoras en la educación, una mayor protección de los derechos humanos y una revolución tecnológica que ha transformado radicalmente nuestros estilos de vida. Sin embargo, todo este progreso ha tenido un precio: la explotación intensiva de los recursos naturales del planeta. La paradoja es clara: vivimos más y mejor, pero a costa de deteriorar los ecosistemas que hacen posible nuestra existencia.
Esta situación, conocida como la paradoja de la salud, plantea una pregunta inquietante: ¿es sostenible un modelo de desarrollo que mejora la calidad de vida humana mientras agota los fundamentos ecológicos que la sustentan? Existen tres hipótesis que podrían explicar esta paradoja:
- Primacía del abastecimiento: La primera sugiere que el aumento en la producción de bienes esenciales, especialmente alimentos, ha sido más valioso para la humanidad que el coste asociado a la degradación ambiental. En otras palabras, alimentar al mundo ha justificado la destrucción de los ecosistemas.
- Independencia tecnológica: La segunda hipótesis sostiene que los avances científicos nos han desvinculado en gran medida de los límites naturales, haciendo que nuestro bienestar ya no dependa directamente de la salud del planeta.
- Desfase temporal: La tercera plantea que existe un desfase entre el deterioro ecológico y sus consecuencias humanas, y que los impactos reales sobre nuestra salud y bienestar apenas están comenzando a manifestarse.
Aunque estas hipótesis generan debate, los efectos de la degradación de los servicios ecosistémicos ya son palpables en todo el mundo. La pérdida acelerada de biodiversidad, la desertificación del suelo, el aumento de eventos climáticos extremos, y el incremento de enfermedades vinculadas a la contaminación del aire, el agua y los suelos, son señales inequívocas de que estamos traspasando límites críticos.
Además, la escasez de recursos naturales está alimentando conflictos geopolíticos, especialmente en torno a bienes esenciales como el agua dulce. Todo esto indica que, al priorizar los beneficios inmediatos de los servicios ecosistémicos sin considerar su sostenibilidad, estamos comprometiendo nuestra capacidad de supervivencia a largo plazo.
Hoy, más que nunca, se hace evidente la necesidad de redefinir el concepto de progreso. El desafío es monumental: preservar los avances en salud y calidad de vida sin seguir hipotecando la integridad del planeta. La solución exige una transición profunda hacia modelos de desarrollo verdaderamente sostenibles, que integren justicia ambiental, innovación responsable y una nueva ética en la relación entre los seres humanos y la naturaleza.
