El aire, base indispensable para la vida en la Tierra, no solo sostiene la existencia humana, sino que ha sido considerado por muchas culturas como un elemento vital en el equilibrio entre salud y enfermedad. Sin oxígeno, simplemente no hay vida. Sin embargo, a pesar de su importancia, los seres humanos continúan liberando a diario toneladas de contaminantes a la atmósfera, deteriorando la calidad del aire en numerosos rincones del planeta. Esta contaminación se ha vinculado directamente a enfermedades crónicas como el asma, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC) y el cáncer de pulmón.

En el marco de la guerra en Ucrania —el conflicto armado más devastador en Europa desde la Segunda Guerra Mundial— también se libra una batalla silenciosa pero igual de letal: la que ocurre en el aire. Los continuos bombardeos, el uso de artillería pesada, la quema de tanques de petróleo y el despliegue masivo de vehículos militares generan una alarmante cantidad de contaminantes atmosféricos. Estas emisiones no solo afectan la calidad del aire a nivel local, sino que también alteran los flujos atmosféricos globales, con consecuencias graves para ecosistemas y poblaciones humanas.

Diversos acuerdos internacionales sobre la regulación de armamento y protección ambiental en contextos bélicos están siendo desoídos. Se ha denunciado el uso de armas prohibidas por parte del gobierno ruso, liderado por Vladimir Putin, que implican la dispersión de partículas metálicas —como el plomo— y sustancias químicas altamente tóxicas. Estas partículas pueden viajar grandes distancias impulsadas por las corrientes de aire, representando una amenaza persistente e invisible para la salud pública.

La historia ofrece precedentes preocupantes. Durante la Guerra Civil Española, el bombardeo de Guernica generó una tormenta de fuego que arrasó la ciudad durante dos días, liberando calor extremo y toneladas de contaminantes. Investigaciones recientes han detectado residuos de aquellas emisiones en la atmósfera de la región incluso décadas después, evidenciando que el impacto ambiental de los conflictos bélicos no se detiene con el alto al fuego.

Además, la reconstrucción de ciudades destruidas por la guerra —infraestructura, escuelas, viviendas— también tiene su coste ambiental. Las actividades de construcción suelen aumentar significativamente la polución urbana, agravando aún más la carga contaminante del aire postconflicto.

La paz no solo es necesaria para poner fin al sufrimiento humano, sino también para detener una cadena silenciosa de destrucción que afecta a todo el planeta, comenzando por lo más vital: el aire que respiramos.


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