Esther Tobarra | País de Gales, Reino Unido.
Enfrentar los grandes desafíos ambientales de nuestro tiempo —como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o la degradación de los ecosistemas— exige mucho más que la mirada de una sola disciplina. Estos problemas, de causas múltiples y fronteras difusas, superan ampliamente los límites del conocimiento especializado y requieren enfoques integradores capaces de generar nuevas preguntas, modelos y soluciones.
En este contexto, la interdisciplinariedad se ha convertido en una necesidad urgente, no solo una aspiración académica. La creciente aceptación de abordajes multidisciplinares refleja un consenso general sobre la importancia de unir saberes diversos. Sin embargo, conviene examinar con mayor detenimiento las dificultades reales que implica este enfoque, para evitar caer en simplificaciones o buenas intenciones que no se traducen en práctica efectiva.
No se trata simplemente de sumar titulaciones distintas en una propuesta o reunir expertos bajo un mismo techo. La clave no está en la acumulación, sino en la integración. La pregunta crítica sería: ¿qué convierte a un proyecto en algo más que la suma de sus partes? ¿Dónde se produce la transición real de lo “multi” a lo verdaderamente “inter”?
Con frecuencia, el entusiasmo por abarcarlo todo lleva a propuestas ambiciosas que apuestan por incluir más variables, combinar metodologías cualitativas y cuantitativas, o introducir modelos teóricos híbridos. Si bien esto puede enriquecer los análisis, no garantiza un verdadero trabajo interdisciplinar, en el que los distintos marcos conceptuales dialogan, se tensionan y, finalmente, convergen en una síntesis con valor propio.
Pasar de lo multidisciplinar a lo interdisciplinar —e idealmente a lo transdisciplinar— implica una transformación más profunda: supone construir puentes entre saberes, trabajar en las conexiones y generar aprendizajes mutuos. El objetivo no es solo estudiar los árboles desde diferentes ángulos, sino atreverse a ver el bosque común.
En la práctica, son pocos los ejemplos genuinos de esta colaboración integrada. El modo más habitual de trabajo sigue siendo el de “equipo” entendido como reparto de tareas, más que como construcción colectiva de sentido. Quizá una buena metáfora sea preguntarnos: cuando decimos que trabajamos juntos, ¿nos referimos a pasarnos la pelota o a detenernos juntos a mirar hacia dónde conviene llevarla?
Esta dificultad apunta también a un déficit estructural: ¿estamos formando profesionales capaces de pensar fuera de los márgenes de su disciplina? La educación superior aún privilegia la especialización vertical, y rara vez prepara para el diálogo horizontal entre campos del saber. La figura del profesional “en T” —con una base sólida en su área y una amplitud suficiente para colaborar con otras— sigue siendo una rareza más que un estándar formativo.
En el campo de la salud planetaria, esta limitación se hace evidente. Los desafíos que plantea este enfoque —que vincula salud humana, bienestar social y sostenibilidad ecológica— desbordan los marcos tradicionales. No basta con observar los problemas desde lejos ni con resignarse a soluciones fragmentadas. Se requiere una convergencia profunda de conocimientos, prácticas y valores.
Quizá nunca sepamos qué habría opinado Miguel Ángel sobre la compartimentación del saber contemporáneo. Pero es evidente que necesitamos recuperar ese espíritu humanista, versátil y colaborativo que permita pensar en común y actuar en consecuencia. Porque el futuro nos exigirá ser profesionales con mirada amplia y compromiso colectivo: capaces de ver lo invisible, conectar lo disperso y construir lo posible.





